​A​DICCIÓN: ¿HÁBITO O ENFERMEDAD?

La reciente Estrategia Nacional de Adicciones añade, a las clásicas, las ‘adicciones sin sustancia’ como las redes sociales. En el abordaje y remisión de las dependencias es esencial su correcta definición.

Fuente: José Ramón Zárate. www.diariomedico.com

Marc Lewis, neurocientífico y profesor emérito de psicología del desarrollo en la Universidad de Toronto, publicó hace dos años The Biology of Desire: Why Addiction Is Not a Disease, en el que recogía las biografías de varios adictos a drogas, alcohol y opioides que llegaron al límite y felizmente pudieron escapar de sus carceleros. Él mismo había estado atrapado por las drogas en sus años juveniles, antes de convertirse en psicólogo y neurocientífico. Desde hace años está inmerso en una singular cruzada contra la corriente dominante en Estados Unidos y algunos otros países de que la adicción es una enfermedad. Es lo que defiende el Instituto Nacional de Drogadicciones de los NIH estadounidenses, la Sociedad Americana de Medicina de Adicciones y otras entidades: las drogas cambian el cerebro y secuestran la voluntad del adicto dejándole inerme y encadenado. Si la adicción es una enfermedad que daña el cerebro, como si fuera una infección vírica, los adictos no serían culpables de su situación, lo que aliviaría o anularía su responsabilidad y el estigma personal y familiar, y abriría el camino para investigar tratamientos con fondos públicos, para alimentar la industria de la rehabilitación y para cargar los costes a las aseguradoras. Enfrente se sitúa el clásico modelo moral de la adicción: se trataría de una elección personal de gente frágil y débil cuyas decisiones terminan perjudicándoles.

Distanciándose de ambas explicaciones y conjugando la neurociencia con la libertad y responsabilidad humanas, Lewis, sin menospreciar las ayudas farmacológicas o de otro tipo, prefiere el modelo de ‘aprendizaje de la adicción’. Reconoce que hay cambios cerebrales como resultado de la adicción pero que son resultado de la neuroplasticidad del aprendizaje y de la formación de hábitos ante recompensas atractivas. La mayoría de los adictos no piensan que están enfermos -explica-, actitud positiva para su recuperación, y las historias de superación hablan de una reescritura de su cerebro, de su vida. Los cerebros -razona Lewis- están diseñados para cambiar: cambian en la infancia y en la adolescencia, con el aprendizaje, con la adquisición de nuevas habilidades, desde la conducción a la apreciación de la música, y con el envejecimiento; se recuperan de ictus y traumas, y al igual que se transforman con la adicción, vuelven a reconectarse cuando se vence esa dependencia. «Después de todo -escribía el año pasado en la revista Aeon-, ¿cómo aprendemos cualquier cosa si no es modificando las conexiones de nuestro cerebro?».

El término ‘hábito’, que usaba el diccionario de la Real Academia Española en su edición de 1992 para definir adicción, y que en la actual ha sido sustituido por ‘dependencia de sustancias o actividades nocivas para la salud o el equilibrio psíquico’, no le parece mal a Lewis. A diferencia de una habilidad o destreza adquirida deliberadamente, en el hábito la intención se diluye. La adicción sería entonces un ‘hábito de la mente’ expresado en el comportamiento. «Desde una perspectiva neuronal, los hábitos son patrones de activación sináptica que se repiten, autoperpetuándose y autorreforzándose. Forman circuitos o senderos con una probabilidad creciente de encenderse ante ciertos estímulos».

Es conocido el estudio de 1974 de Lee Robins con soldados estadounidenses adictos a la heroína que volvieron de la guerra de Vietnam. Mientras allí el 20 por ciento eran adictos, la tasa de remisión a su regreso fue sorprendentemente alta: solo el 7 por ciento de ellos continuaron con la heroína. «Si la adicción es una enfermedad -escribe Lewis este mes en Scientific American- entonces deberíamos considerar los mecanismos celulares, las imágenes por resonancia magnética y otras técnicas de registro cerebral». Y citando al psicólogo Eiko Fried, de la Universidad de Amsterdam, añade que, «a pesar de muchas décadas de considerables esfuerzos para descubrir los mecanismos biológicos subyacentes, no hemos identificado marcadores confiables para buena parte de los trastornos mentales más prevalentes».

En lugar de seguir buscando genes de susceptibilidad o sinapsis irregulares, proponen investigar las raíces sociales y psicológicas de las adicciones. Para Lewis, la definición de adicción como enfermedad reemplaza una estigmatización por otra. «El movimiento antipsiquiátrico ha argumentado durante mucho tiempo que el término ‘enfermedad mental’ duele más que ‘problema emocional’. Una forma más humanista de conceptualizar la adicción destaca la conexión con los demás como un componente crucial de la recuperación».

Un metanálisis de 2013 en Clinical Psychology Review y otro de septiembre del año pasado en International Journal of Mental Health Nursing coincidían en que «las explicaciones biogenéticas de los problemas psicológicos inducen pesimismo pronóstico y estereotipos negativos con respecto a su peligrosidad». Según el modelo de Lewis, la adicción, una vez instalada, se alejaría de la racionalidad o de la elección o de una mala crianza, aunque la adversidad infantil es claramente un factor de riesgo. Se relaciona sobre todo, insiste, con la formación de hábitos, arraigados por ciclos de retroalimentación recurrentes (solo el 10 por ciento de los que toman drogas se vuelven adictos y solo el 15 por ciento de los bebedores regulares se convierten en alcohólicos, y muchos de ellos abandonan la adicción cuando crecen, forman una familia o se esfuerzan en salir del círculo vicioso, según explica el psicólogo de Harvard Gene Heyman en el libro Addiction: A Disorder of Choice). Y aunque la libertad o capacidad de elección no se ve normalmente anulada por la adicción, es muy costoso romper esos hábitos profundos, pero no imposible, como se comprueba en tantos casos de abandono del tabaco, de las drogas, del alcohol, de la ludopatía, de la pornografía, de los videojuegos o de las redes sociales, muchas veces sin fármacos ni internamientos en clínicas rehabilitadoras.

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