La prevención líquida

Fuente: www.lasdrogas.info. Esteban Wood.

Vivimos en un mundo de fluidos que no se fijan en el espacio, que no se atan al tiempo, de formas que no conservan sus formas. Tiempos líquidos, flexibles, descontextualizados, descomprometidos, insoportablemente livianos, sin anclajes referenciales, en los que hasta la verdad en sí misma se ha vuelto un concepto relativo.

En la modernidad líquida que bien describe Zygmunt Bauman, las redes sociales han venido a simular un artificio que imita la solidez de las viejas estructuras de pensamiento. En estas peceras somos dueños plenipotenciarios del espacio de relacionamientos, para leer aquello que se quiere leer, para economizar energías, para fluir sin poner ninguna certeza en juego. Nos hemos autoconvencido de que dialogar es hablar con gente que piensa lo mismo que nosotros.

Por eso, la cultura líquida ya no es una cultura de aprendizaje sino una cultura del desinterés y de la fragmentación. Una cultura en la que las piezas del rompecabezas son forzadas a encajar sin lógica, sin estética, sin coherencia, únicamente para complacer nuestro propio sistema de creencias. Tendemos, de forma inconsciente, a seleccionar información que respalda nuestras hipótesis y teorías preexistentes. El llamado sesgo de confirmación puede conducirnos a profecías tan inexorables como falaces.

En esta pandemia líquida y superficial, en la que el exponencial aumento de la cantidad de información circulante (más no su calidad) complican la construcción de cualquier secuencia narrativa coherente en materia de prevención del consumo de drogas, las fake news encuentran un caldo de cultivo para multiplicarse como un virus, en especial entre nuestros niños, niñas y adolescentes, y disminuir la percepción de riesgo. No existe mejor ejemplo para ilustrar esta complejidad que detenerse a observar el proceso de modelaje discursivo llevado adelante por la industria cannábica durante la última década, implementando estrategias promocionales con altísimas inversiones económicas, a menudo camufladas de promoción de la salud, y ya utilizadas con éxito por las mismas empresas que hoy movilizan los hilos invisibles de esta industria global: las tabacaleras.

Creo que es interesante plantear la idea de que ese sesgo de confirmación incluso puede constituirse en un factor de riesgo, en tanto conduce a los jóvenes  a elegir únicamente aquella información que concuerda con sus puntos de vista, y a descartar todas aquellas que no validan sus creencias más arraigadas. Esto es así no solo por una mera economía de energías frente a los esfuerzos cognitivos, sino porque implica una reconfiguración de la concepción del mundo que han ido construyendo dentro del grupo de pares. Si a esto le sumamos que los grupos de socialización y pertenencia son de gran influencia para la conformación de los perfiles preventivos, es posible también vincular la creencia mayoritaria con los sesgos de confirmación y el uso de drogas.

La publicidad es el instrumento de modelaje por excelencia de la industria de las drogas legales. Y la amistad, el encuentro, la diversión y la nocturnidad, los eslóganes perfectos con los que la industria del alcohol ha venido machacando hace décadas. Claro que no es responsabilidad de nuestros adolescentes. Al fin de cuentas, existe una construcción intencional y temeraria en este formateo precoz de los futuros sujetos consumidores.

Resulta muy ilustrativo detenerse en las escasas estadísticas disponibles para entender cómo todas estas variables operan de forma simultánea, y por qué tenemos que desandamiar y sentar los cimientos antes de reconstruir saberes. Aproximadamente 1 de cada 10 adolescentes cree que sus amigos demostrarían una actitud de indiferencia frente al consumo de marihuana y otras sustancias. Pero a la inversa de la dimensión anterior, para 9 de cada 10 adolescentes sus padres sí objetarían el consumo de drogas en general. El entorno social constituye un factor de riesgo o de protección, según se configura en sus extremos. Dicho de otro modo, a mayor suposición de indiferencia mayor es la probabilidad de consumir.

Resulta sumamente llamativo que frente a una misma conducta, los jóvenes perciben una probable invalidación por parte de los adultos y una aprobación indirecta por parte de su grupo de pares. En este semáforo prevalece la luz verde de la validación/normalización por sobre el rojo del posible límite subjetivo. Así, la percepción del riesgo y del daño conviven al amparo de los valores (o disvalores) que un grupo social establece como forma de inclusión, de relación y de legitimación.

Entonces, cuando un hecho preventivo-discursivo entra en colisión contra las reglas tácitas de pertenencia a un grupo, no existe información científica o empírica que pueda modificar la imperiosa necesidad de nuestros adolescentes de ser aceptados por sus pares.  Por eso se vuelven refractarios a cualquier tipo de intervención que los invite a modificar conductas, porque no sólo les implica poner en debate sus preconceptos, sino que también perciben el riesgo de ser marginados. No podemos culparlos. En definitiva es lo que han venido aprendiendo desde pequeños, insertos en una sociedad de consumo de la que nadie quiere quedar excluido, de la que  todos quieren ser parte.

En este mundo tan cambiante, tan maleable e imprevisible, los propios fundamentos pedagógicos, que nos han venido sirviendo durante muchas décadas para validar nuestras intervenciones, también tambalean.  La prevención, en especial en ámbitos educativos, no puede seguir repitiendo recetas viejas, verticalismos, adoctrinamientos o eslóganes alarmistas como “la droga mata” que, empíricamente, sabemos que no funcionan, que chocan contra los cristales de la pecera y que terminan invalidando nuestra confiabilidad y credibilidad como adultos.

Pero tampoco podemos, ante el fracaso de la prevención en modo catástrofe, habilitar intervenciones reduccionistas que, quizás con buenas intenciones o bien movidas por intereses subyacentes, terminen normalizando o incluso promoviendo el consumo de drogas en esta población menor de edad al amparo de los supuestos usos no problemáticos, o bajo el paraguas de la inevitabilidad del consumo.

¿Existen finales alternativos en esta historia? Claro que sí. Las políticas mundiales antitabaquismo han demostrado ser sumamente efectivas en reducir el consumo de esta sustancia, en especial en menores de edad. Al eliminarse la publicidad en medios de comunicación y el patrocinio de eventos masivos, al incorporarse leyendas sanitarias en las cajas de cigarrillos con los daños a la salud producidos por el tabaco, al ampliarse los espacios libres de humo y al introducirse la noción de daño a terceros, el contexto social se volvió favorable para que nuestras intervenciones preventivas con base científica encuentren suelo fértil. Difícilmente encontremos a un adolescente dispuesto a enarbolar las banderas del beneficio para la salud del fumar tabaco, de la inocuidad de su consumo o del factor moda. Paradójicamente no sucede lo mismo con la marihuana. Tampoco con los cigarrillos electrónicos o vapeadores.

Creo que el enorme desafío que tenemos por delante es decodificar toda esta enorme complejidad que nos atraviesa como sociedad (y que atraviesa a nuestros adolescentes), y construir intervenciones preventivas mucho más horizontales y participativas, que encuentren un equilibrio entre información, creencia y evidencia, entre percepción del riesgo y manejo del riesgo, entre la alarma permanente y la naturalización resignatoria, entre el ser y el pertenecer.

Si no cambiamos a tiempo, seguiremos haciendo prevención líquida que se escurre sin dejar huella.

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