NO SON PASTILLAS DE GOMA

Fuente: www.pikaramagazine.com.

En multitud de formatos, colores y tamaños. La presencia generalizada de psicofármacos en armarios, estuches o cajones es una de las señas de identidad de la sociedad actual. Las cifras lo desvelan. Según los datos de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios y de la Escuela Nacional de Salud de España, cerca del 11 por ciento de la población española toma tranquilizantes, ansiolíticos o pastillas para dormir. Más del 5 por ciento tomaba antidepresivos o estimulantes. Los datos recogen información anterior a la pandemia de la Covid-19. A partir del segundo trimestre de 2020, las recetas han aumentado un 20 por ciento. Especialmente, para las mujeres.

Si nos centramos en el consumo individual, podría parecer que la población acude directamente a la farmacia en busca de pastillas que les solventen los problemas. Sin embargo, la toma de medicación se produce después de pasar por una consulta médica en la que el o la profesional considera que la solución ante ese malestar es determinada mezcla farmacológica. Quizá la complemente con una cita en salud mental (psicología o psiquiatría) que puede dilatarse meses. ¿Sigue el proceso un orden lógico? ¿Es responsable esta práctica?

La situación actual, como apunta la psicóloga Rebeca González, viene de largo: “Es una tendencia en alza desde hace algunos años; creo que la medicación se ha convertido en una herramienta de supervivencia, pero si observamos un poco más en profundidad los porqués, aparece la atomización-individualización de problemas que, en muchas ocasiones, tienen su origen y mantenimiento en lo social, en lo estructural que nos rodea”. Para González, prescribir medicación tendría que ir siempre en consonancia con otras actuaciones: “Si medicalizamos el dolor y sufrimiento, sin una evaluación profunda y exhaustiva de por qué esta mujer, esta persona, acude a consulta, puede que no estemos dirigiéndonos hacia el origen de este dolor sino silenciando situaciones, aspectos estructurales que afectan directamente a la salud de las mujeres”. La psicóloga indica que en ocasiones se dan aspectos difusos como dolores de cabeza reiterados, fatigas crónicas, períodos de insomnio o pérdida de apetito, “que tienen que ver con aspectos estructurales y su encarnación en la salud de las mujeres”. La sobrecarga derivada de las dobles jornadas, los cuidados generales y sostenidos serían ejemplos de esos elementos a los que hace referencia la psicóloga. En medio de este proceso de “medicalización de la vida cotidiana”, González pone en valor la prescripción social, es decir, remitir a otros recursos, servicios comunitarios sociales y no tanto clínicos. “Generar el acompañamiento a ciertos dolores en lo común, en la comunidad”, concluye.

La influencia de los factores sociales de género en la prescripción y consumo de psicofármacos se refleja de distintas formas. Y este abordaje o derivación hacia lo comunitario al que hace referencia Rebeca González obtiene sus frutos. En 2018, tras una prolongada lucha, el colectivo de camareras de piso, conocidas como ‘Las Kellys’, consiguieronun gran logro: las dolencias específicas derivadas de las extenuantes jornadas de trabajo, en condiciones necesariamente mejorables, serían consideradas enfermedades profesionales. Tanto el colectivo de limpiadoras de hoteles como el de trabajadoras del hogar comparten características. Se trata en su mayoría de mujeres, de clase baja. Muchas de ellas migrantes. Muchas de ellas con interminables jornadas (aún más interminables si son internas) que desencadenan problemas de ansiedad y depresión. Malestares que, cuando llegan a las consultas de atención primaria, suelen contrarrestarse con fármacos para la ansiedad, depresión o el tratamiento del dolor, y que permiten seguir realizando el trabajo diario. “Con pastillas se va solucionando, ¿quién no conoce el Lexatin? Hay un sufrimiento emocional que está, que permanece, y con las pastillas van tirando y no dan problemas”, apunta González.

El estudio ‘El género como determinante de la salud mental y su medicalización’, elaborado recientemente por el grupo OPIK de la Universidad del País Vasco (EHU/UPV), revela informaciones de interés en este sentido. “Las mujeres son especialmente vulnerables a los procesos de medicalización, ya que sufren una mayor coerción por parte de las instituciones médicas y psiquiátricas sobre sus cuerpos, con el resultado de ser más fácilmente etiquetadas como ‘enfermas mentales’. La prescripción de psicofármacos para la depresión puede llegar a ser del doble en las mujeres, con una tendencia al alza en los últimos años. La segregación del mercado laboral, la mayor carga de trabajo doméstico y de cuidados, la mayor exclusión social, la discriminación sexista y la menor presencia en espacios de toma de decisiones someterían a las mujeres a mayores niveles de estrés y limitaría su capacidad de acceso a recursos que pueden proteger su salud mental”. Además, se apunta: “Desde perspectivas constructivistas se ha subrayado que patologías como la depresión son producto de prácticas culturales que definen el sufrimiento, catalogado como patológico, de formas específicas, y por tanto es contextual y temporalmente dependiente. Los propios instrumentos para medir la depresión pueden, por tanto, estar sujetos a sesgos de género”. Algunas de las conclusiones de este estudio señalan que variables como el género, la edad, el nivel de estudios o las condiciones socioeconómicas influyen en la generalización de los diagnósticos y en la medicalización de los malestares.

Atención en profundidad

Cuando existe una dolencia o malestar, la puerta de entrada al sistema sanitario es con frecuencia la atención primaria. En los cuerpos que ocupan esas salas de espera y consultas se concentran vivencias, experiencias y sufrimientos a la espera de ser atendidos. “El desmantelamiento creciente de la atención primaria plantea muchos problemas a este respecto, ya que desde estos espacios es donde se podrían realizar seguimientos, apoyo y acompañamiento en primer lugar”, explica Rebeca González.

Esta atención en profundidad depende de muchas variables para que se dé. A Irene Martínez no le resultó sencillo. Hace algunos años no se encontraba bien y acudió a su médico de cabecera en busca de ayuda. Necesitaba algún tipo de alivio. Le contó al doctor lo que experimentaba: distanciamiento con lo que le rodeaba, malas relaciones con algunas personas de su entorno, un estado de ánimo cambiante. Salió de la consulta con una receta de ansiolíticos, otra de antidepresivos y una cita con el psiquiatra, quien le diagnosticó un Trastorno Límite de la Personalidad (TLP). Estaba sufriendo violencia machista por parte de su expareja. “Los síntomas coincidían con lo que me estaba pasando, claro, pero es que esos mismos síntomas están arraigados en una situación de maltrato”, explica Martinez. “Me atribuyeron un diagnóstico erróneo”. Asegura que tuvo “suerte”, ya que la psiquiatra que la atendió estaba pendiente de sus necesidades. “Fue bastante respetuosa, para el TLP suelen recetar estabilizadores del ánimo y me preguntó si yo creía que era conveniente tomar estabilizadores, lo hablé con mi psicóloga y le dije que no lo veía”. Con su médica de cabecera no ocurrió lo mismo. “Me insistió en que tenía que tomar esa medicación y me llegó a decir que preguntarme como había hecho la psiquiatra, era como preguntarle a un niño que si podía hacer la declaración de la renta; me estaba diciendo que no me tenían que pedir opinión sobre la conveniencia del tratamiento. Este tipo de actitudes las he notado mucho en la atención primaria, incluso en la psicóloga de la Seguridad Social, que se supone que te hace una terapia. Al principio me dijo que iba a valorar si era Trastorno por Déficit de Atención y yo no entendía nada”. Al poco tiempo encontró una psicóloga con perspectiva de género. “Me hablaba muy claro y me ayudó a ver que lo que yo tenía en la cabeza era válido”. Hace hincapié también en que ella pudo pagarse esta consulta privada, algo que no está al alcance de buena parte de la población.

Irene Martínez tuvo algunos intentos de suicidio, “pero nunca ingresé en un hospital porque las conversaciones con mi psiquiatra eran muy racionales, muy tranquilas”, añade. En los centros de atención especializada el abordaje en salud mental tiene distintas ramificaciones. “La medicalización del dolor sin tener en cuenta lo que hay detrás del síntoma es como tratar un dolor de muelas sin saber si detrás de ese dolor hay que extraer una pieza. Es obvio que hay que tratar el dolor, pero habrá que ver qué es lo que hay detrás del síntoma”, comenta Margarita Sáenz, psiquiatra en el Hospital de Cruces, en Bizkaia. “Muchas mujeres con historias de violencia acuden a atención primaria con quejas somáticas, dolores, astenia y detrás de esos síntomas se esconden otras historias. Hay que incorporar la perspectiva de género en la salud general y tener sensibilidad para ser capaz de hacer detecciones adecuadas, porque en muchos casos no se atreven a hablar de lo que realmente les pasa y si no se recoge su demanda dejarán de acudir a consulta, o estarán con tratamientos que no resuelven el problema subyacente”. Considera que existe una tendencia generalizada a psicologizar o psiquiatrizar aspectos relacionados con la salud de las mujeres. “Puede que la astenia, la apatía y el decaimiento estén relacionados con una anemia ferropénica, la causa más frecuente de anemia en mujeres en edad fértil. O que haya un hipotiroidismo. Hay que descartar estas dolencias antes de recetar un antidepresivo, por ejemplo”, señala. No obstante, Sáenz considera que la medicación es necesaria en determinadas situaciones: “Hay pacientes con historias de traumas, abusos o violencia que pueden presentar síntomas como cuadros depresivos, trastorno por estrés postraumático o ansiedad, y hay que tratarlos, además de abordar la historia traumática de fondo”. El abordaje tendría que ser integral, es decir, “psicofarmacológico, psicoterapéutico y psicosocial” y respetando los deseos y necesidades de las personas atendidas.

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